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FIESTAS PATRIAS, ENTRE EL MITO OFICIAL Y EL SACRIFICIO ANÓNIMO

  • Foto del escritor: MartÍn Campos
    MartÍn Campos
  • 16 sept
  • 3 Min. de lectura

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Con la llegada de este 15 de septiembre, las calles se visten de verde, blanco y rojo. Las banderas ondean como si supieran que es su momento, los discursos se repiten como letanías patrióticas y los nombres de siempre vuelven a ocupar el centro del escenario: Hidalgo, Morelos, Guerrero, Josefa Ortiz, Iturbide… figuras talladas en mármol, en libros de texto, en plazas públicas. Son los “héroes oficiales”, los que la historia -esa que se escribe desde el poder- eligió para adornar el altar de la nación.

Pero la historia, esa que se vive antes de convertirse en relato, nunca fue tan limpia, tan épica, tan… conveniente.

Detrás de cada grito de independencia, hubo un susurro de traición. Detrás de cada abrazo republicano, una puñalada por la espalda. Iturbide, que selló la independencia, terminó fusilado en una esquina de Tamaulipas. Juárez, el Benemérito, gobernó entre balas y traiciones. Porfirio Díaz construyó un país sobre el silencio de los fusilados. Madero, el apóstol de la democracia, fue asesinado en la madrugada por quienes juraron protegerlo. Carranza, el hombre de la Constitución, murió solo, perseguido, traicionado. El poder en México siempre ha sido un juego de espejos: se alaba la lealtad, pero se premia la astucia. Se celebra el honor, pero se impone la fuerza.

Y sin embargo, mientras los nombres grandes ocupan los libros, hay otros -muchos otros- que ni siquiera tienen lápida.

Piensa en los hombres y mujeres de Xochiapulco, en los zacapoaxtecos que se alzaron sin que nadie les pidiera permiso. En los de Tetela de Ocampo, que el 5 de mayo de 1862 no solo defendieron una colina, sino su dignidad. En los niños teziutecos, que entre 1913 y 1915 -mientras los generales firmaban decretos lejos de las balas- cargaban agua, municiones y mensajes entre las trincheras; que escondían heridos en los maizales; que fueron sorprendidos en redadas, reclutados a la fuerza o fusilados por sospecha. Muchos murieron sin nombre en los partes de guerra. Sin lápida. Sin que la historia oficial les diera siquiera un suspiro.

Piensa en los campesinos que tomaron el machete porque no tenían fusil. En las mujeres que tejieron redes de resistencia entre ollas y rezos. En los indígenas que defendieron sus tierras sin que nadie les prometiera gloria. En los obreros que cargaron el peso de la nación sobre sus hombros rotos.

Ellos no tienen estatuas. No tienen avenidas con su nombre. No aparecen en los discursos del 15 de septiembre. Pero sin ellos, México no existiría.

Porque la historia no se hizo solo en los salones del poder. Se hizo en los caminos de terracería, en las cocinas humeantes, en las cuevas donde se escondían los perseguidos, en los campos donde se sembró maíz entre balas. La independencia no la ganó Hidalgo solo: la ganaron los que lo siguieron, los que creyeron, los que murieron sin saber siquiera cómo se escribía “libertad”. La Revolución no la hicieron los caudillos: la hicieron los que caminaron descalzos, los que cargaron a sus hijos muertos, los que volvieron a levantarse aunque todo estuviera en ruinas.

Hoy, mientras se preparan los fuegos artificiales y los políticos ensayan sus frases más emotivas, vale la pena preguntarse: ¿a quién estamos celebrando realmente? ¿A los que aparecen en los billetes, o a los que dieron todo sin pedir nada?

Honrar la patria no es repetir consignas. Es recordar a quienes la hicieron posible sin ser invitados a la fiesta. Es reconocer que el verdadero heroísmo no lleva uniforme de gala, ni medallas, ni discurso en la tribuna. El verdadero heroísmo se viste de callado, de cansancio, de valentía cotidiana. Está en quien defiende su comunidad sin cámaras, en quien resiste sin hashtags, en quien siembra futuro sin saber si lo verá.

Este 15 de septiembre, antes de gritar “¡Viva México!”, detente un momento. Piensa en los nombres que no conoces. En los rostros que no tienes en la memoria. En las manos que construyeron este país con uñas, sudor y lágrimas.

Porque México no se hizo con estatuas. Se hizo con gente. Gente común. Gente valiente. Gente olvidada.

Y si queremos un país mejor, no basta con recordarlos. Hay que aprender de ellos. Enseñar a nuestros hijos que el heroísmo no se mide por el rango, sino por el coraje. Que la justicia no se decreta, se construye. Que la libertad no es un grito, es un acto.

Que la patria, al final, somos todos -especialmente los que nadie nombra-.

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